Jorge es uno de esos periodistas imaginarios que un día se sentó delante de una máquina de escribir para probar y se quedó toda la vida. Cuando aterrizó en Madrid, hace más años de los que quiere recordar, se encontró con una ciudad áspera e indescifrable. Su amigo, el profesor Antúnez, le explicó que no se consternara, que llegaría un día en que no podría pasarse sin ella, en que descubriría los insondables misterios que este emporio de algarabía urbana encierra. No tardó en ocurrir.
Una noche le invitaron a cenar a una casa en el barrio de los Austrias. Había vino pero no cervezas. Eran más de las doce, pero eso no intimidó a Jorge, que se echó a la calle y recorrió sus estrechas callejuelas arriba y abajo hasta que encontró lo que buscaba.
Después de salvar barricadas sonoras, se topó con el Café Unión, una especie de Casablanca, donde músicos, profesores, periodistas, pintores, escritores y otros personajes se tomaban cócteles extravagantes o simples aguardientes mientras sembraban las paredes de palabras. Pensó que ésa era una buena manera de empezar a ‘leer’ una ciudad como Madrid, quizá la mejor, tal vez la forma obligada de ‘atacarla’.
Y aunque no había piano ni una Ingrid Bergman que dijera “tocalá otra vez, Sam”, todos los que aquí bebían se lo imaginaron alguna vez. No había duda. El Café Unión subsiste presa de un afán febril, como si sobre su barra de madera se enjugaran todas las risas y las lágrimas que han vertido sus insignes bebedores a lo largo de
El lugar del eterno deseo, el rincón donde algunos sienten que su vida se colma gloriosamente. Fuego para el gélido ambiente crepuscular. Es en estos sitios donde Tennesse Williams hubiera encontrado una buena escuela para su Blanche de ‘Un tranvía llamado deseo’. Aquí se sentiría reconfortado al comprobar como la gente consuela a los desconocidos.
Tal vez ésta sea una razón de peso para que el Café Unión no se apague nunca. Porque ahora que ya no quedan Palacios de Invierno que asaltar y que las palabras razonables las disuelven los vientos de guerra, si un día deseca su inagotable bodega quizá muchos, como Jorge, se desintegren con él, desolados por la misma locura que atacó al Ulises que dibujó Kafka, la del silencio de las sirenas.
Una noche le invitaron a cenar a una casa en el barrio de los Austrias. Había vino pero no cervezas. Eran más de las doce, pero eso no intimidó a Jorge, que se echó a la calle y recorrió sus estrechas callejuelas arriba y abajo hasta que encontró lo que buscaba.
Después de salvar barricadas sonoras, se topó con el Café Unión, una especie de Casablanca, donde músicos, profesores, periodistas, pintores, escritores y otros personajes se tomaban cócteles extravagantes o simples aguardientes mientras sembraban las paredes de palabras. Pensó que ésa era una buena manera de empezar a ‘leer’ una ciudad como Madrid, quizá la mejor, tal vez la forma obligada de ‘atacarla’.
Y aunque no había piano ni una Ingrid Bergman que dijera “tocalá otra vez, Sam”, todos los que aquí bebían se lo imaginaron alguna vez. No había duda. El Café Unión subsiste presa de un afán febril, como si sobre su barra de madera se enjugaran todas las risas y las lágrimas que han vertido sus insignes bebedores a lo largo de
El lugar del eterno deseo, el rincón donde algunos sienten que su vida se colma gloriosamente. Fuego para el gélido ambiente crepuscular. Es en estos sitios donde Tennesse Williams hubiera encontrado una buena escuela para su Blanche de ‘Un tranvía llamado deseo’. Aquí se sentiría reconfortado al comprobar como la gente consuela a los desconocidos.
Tal vez ésta sea una razón de peso para que el Café Unión no se apague nunca. Porque ahora que ya no quedan Palacios de Invierno que asaltar y que las palabras razonables las disuelven los vientos de guerra, si un día deseca su inagotable bodega quizá muchos, como Jorge, se desintegren con él, desolados por la misma locura que atacó al Ulises que dibujó Kafka, la del silencio de las sirenas.


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